Es un día ordinario. Una pequeña cascada, a metros de donde hace apenas unos años por poco perezco en soledad. Pero aquí, hoy estoy a salvo, porque promete.
Y sí, con la cabeza erguida, los ojos cerrados, los brazos abiertos, dedos relajados, el pecho abierto, la espalda recostada y con piernas firmes.
A falta de palabras, le escucho. Su estruendo no ensordece, canta. Hay algo tan humanizante en su fuerza. Sin embargo, su golpe no humilla, arrulla. El peso sobre mis hombros, se discurre con su gracia, con su discurso siempre de paso.
No tengo que ver a nadie más a mi alrededor. Las respuestas están en la mirada hacia adentro, confiada en que la corriente no castiga, calma. Y resignada me entrego al torrente ineludible, según me corona consolada. Incitando una sonrisa sosegada, como iluminada por Su presencia.
La plenitud creciendo en el pecho, gota a gota lavando la pena.
Esa pena común, recostada sobre la roca de fortaleza. Y de repente, ya no vulnerable, sino en sus brazos cargada.
Soy bienvenida. Estoy a salvo. Fluyo. Merezco. Me siento amada.
… ¡Y tú, cuéntame! ¿Qué sientes cuando disfrutas de la naturaleza?
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